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jueves, 27 de agosto de 2020

Hydra

 



Nunca vi tanta gente junta como en Estambul. A ciertas horas, grandes serpientes de hombres cruzaban el Puente de Gálata para atravesar el Cuerno de Oro. El Mar Bósforo escuchaba la última llamada a la oración de la Mezquita Yuni. Nunca supe dónde se escondían las mujeres en Estambul. Supongo que trabajando en oficinas y trastiendas, ocupándose además de los hijos y las casas. Limpiabotas con sus utensilios de latón, vendedores de Simit empujando sus carritos llenos de roscas, riadas de hombres de ropas oscuras que vuelven a sus humildes hogares entre los exóticos aromas del Mercado de las Especias que comienza a apagar sus luces, para dejar paso a la noche.

Ana y Carlo, llevaban tres días en el barrio de sultanahmet visitando las más bellas mezquitas y monumentos.

Ana y Carlo se habían conocido hacía pocas semanas en España por una web de citas. Habían chateado, hablado por teléfono y se deslumbraron al conocerse en un restaurante hípster entre empanadillas desestructuradas y vinos de autor. Al poco tiempo decidieron emprender este maravilloso viaje de 10 días a Estambul.

A los tres días de maravilloso viaje, descubrieron que les sobraban siete.

Ana comenzó a llorar cada vez con más frecuencia, Carlo a beber cada vez más cerveza.

El frío de febrero, la llovizna intensa y las manadas de perros callejeros por las viejas calles turcas, no parecían el mejor entorno para remontar un historia de amor que en pocas semanas pasó del éxtasis al desencanto.

Ana y Carlo hoy se habían quedado encerrados en las Cisternas Basílica, unos subterráneos sobrecogedores y enormes llenos de agua, columnas y dos cabezas invertidas de Medusa, para impedir que la profecía se cumpla y neutralizar el mortífero poder de su mirada…

A Carlo y a Ana ni les importó que los turistas y los vigilantes hubiesen desaparecido hace tiempo. Ni siquiera que solo quedasen encendidas las luces de emergencia, transformando las cisternas en una gran cueva, aún más fantasmal, con esas extrañas formas blancas que se movían bajo la superficie, ese olor a moho eterno y el sonido de gotas caídas en el agua desde estalactitas imposibles.

Carlo trataba de abrazar a Ana, mientras caminaban lentamente por los pasadizos, atravesando la húmeda penumbra. Ana había comprendido, hacía exactamente 45 horas, que Carlo no la quería. Ella era más joven, 40 años bien llevados, sin hijos, licenciada y funcionaria. Él había cumplido los 50 hace mucho, empresario con sus más y sus menos. Divorciado, dos hijos, varios pleitos y un viejo Mercedes.

Carlo era simpático, Ana sensible, ecologista y animalista.

Al principio las citas en la casita de Carlo fueron muy sensuales y divertidas. La simpatía de Carlo se fue apagando en cuanto soltó todo su repertorio de chistes y habilidades comerciales. Ana creía que Carlo era más culto, pero es que él le sacaba mucho partido a los dos libros y tres películas que recordaba. Las primeras veces en la cama, Ana se sorprendió de que un señor de cincuenta y muchos estuviese en tan buena forma, pero el señor poco a poco se desmotivó. En eso, cogieron un avión a Estambul, pensando en aprehender su propia pasión turca. Craso error.

La humedad penetraba poco a poco en los huesos de Ana, a pesar de su plumífero negro. Ambos caminaban sin rumbo, sin apenas hablar, por las resbaladizas maderas sobre el agua, dónde unos extraños peces blancos y ciegos, parecían extrañamente activos. Era el final. El fracaso de otra relación más. El desencanto, otra vez. La esperanza de un amor duradero, ahogada en la cisterna más grande de Estambul.

De repente escucharon unas pisadas rápidas a lo lejos. Los leves destellos del agua en las columnas apenas iluminaban unos metros. No podían ver quien se acercaba. Se asustaron. Corrieron a esconderse tras la base de unas columnas azules y espectrales. Las pisadas se acercaban. Gritos. Carlo y Ana se abrazaron por primera vez. Los gritos se acercaban. Los gritos se convirtieron en risas. Podían ser policías turcos, algunos con fama de corruptos y violentos. Se dirigían hacia ellos. El expreso de medianoche. Ambos pensaron en terminar el invierno en una cruel cárcel turca. Decidieron salir de su escondite y entregarse.

-          ¡Sorry, sorry! ¡No problem! – Gritó Carlo alzando los brazos. Ana también los alzó para que se viese que no llevaban armas.

Las dos figuras oscuras corrían hacia ellos gritando, estaban muy cerca. El eco de las cisternas amplificada el extraño sonido. Ana cerró los ojos…

Cuando parecía que los desconocidos iban a chocar con ellos, pasaron a través de Carlo y Ana. Y cuando digo a través, no es entre el espacio de la pareja. No. Los atravesaron físicamente y siguieron corriendo hasta detenerse delante de la cabeza invertida de Medusa.

Carlo y Ana, paralizados en el sitio, los siguieron con la vista.

Dos figuras humanas.

Los extraños ahora jugaban, se perseguían, reían y se abrazaban.

Parecían una pareja que se había quedado a propósito encerrada en las cisternas disfrutando de cada momento como si fuese el último de sus vidas.

Los extraños, eran también Carlo y Ana...


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Increíble!! La historia muy real.. suele pasar, con el tiempo el aburrimiento si no se sabe mantener 😉 Por otro lado, he vuelto a Estambul, me ha encantado revivir cada lugar que describes.. pero yo pasé calor gracias

prisionero33 dijo...

Gracias Anónimo por tus comentarios, eres muy amable.
Hacía frío, mucho frío en enero en Estambul.
Que conste que no era yo el protagonista del relato!!! jajaja

Anónimo dijo...

Autoengaño..creer que te has enamorado porque lo necesitas ,no porque lo sientes..